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La Lima, Cortes, Honduras
Quiero embarcarme con mis letras y navegar descubriendo sonetos, acechando metáforas, cazando poesías que me impulsen hacia espacios de luz y conciencia narrativa

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ALGUNOS CUENTOS QUE QUISE ESCRIBIR

Me rindo ante la belleza que da el hilvanar frases y oraciones, tejiendo una a una las palabras que dan como resultado una historia que atrapa, una narración que te lleva al lugar mismo de los hechos y te hace partícipe y cómplice del autor. Leer, es visitar un universo de lugares, sentir incontables emociones e infinitas sensaciones.
Este Espacio, es mi pequeño mundo, para discurrir en él sin prisas, queriendo transmitir pequeñas historias bajo un contexto sencillo y de fácil entendimiento. Espero les guste tanto como  a mi me fascinó escribirlos.
JOMZAG
ORACIÓN DE NAVIDAD (CUENTO)
Era la mañana del 25 de diciembre, en la lodosa calle llena de papelillo picado, Carlitos y su hermanito Toño de seis y tres años respectivamente, buscaban afanosamente los “cuetes” que no hicieran explosión para sacarles la pólvora y reventarla luego con una piedra tal como su primo Sebastián les había enseñado. 

Cuando hubieron recogido una buena cantidad los reunieron en montoncitos, sentados en el suelo de tierra de su humilde casa se dieron a la labor de abrir uno por uno los petardos. Con los dedos pintados del grisáceo polvo se dispusieron muy alegres a hacer explotar la “montaña” de pólvora:

-    Cuando deje caer la piedra corres “fuerte” Toñito y te tapas los oídos porque va a sonar bien “duro”.

 Tomando una enorme roca, Carlos se preparó para realizar la tarea pero Toñito fue más rápido y con piedra en mano, dejó caer su bracito sobre la pila del explosivo provocando un ruido estridente. El fogonazo de la explosión y el denso humo acre dejó sin visibilidad a los dos niños, tambien les dejó sordos durante un rato lo que imposibilitó que Carlos se diera cuenta que su hermanito se retorcía de dolor, gimiendo y llorando en el suelo.

Pasada la conmoción, Carlos vio con tremendo susto que su pequeño hermano tenía el brazo izquierdo inflamado y con quemaduras de primer grado. Quiso correr hacia donde su mamá pero se detuvo pues recordó que a él le había encomendado su cuidado y sabía le castigaría por lo que había sucedido.

Aun en shock, tomó a su lloroso hermano y se encaminaron juntos hacia el Centro de Salud, del cual sabía por haber escuchado a Ramona la de la pulpería El Suspiro, que atenderían emergencias debido a las fiestas. Al llegar se sentó a esperar que les atendieran. Un borracho que estaba sentado junto a ellos al ver la quemadura de Toñito comenzó a decirles con su voz aguardentosa y tartamuda que iban a meter preso a su papá o a su mamá porque estaba prohibido reventar “cuetes”. Asustado, Carlitos se quitó su manchada camisa y le envolvió con ella el brazo a su hermano y salió despacito, sin hacer ruido, “haciéndose el de a peso” al escuchar que una enfermera les llamaba.

Comenzó a llorar junto a su hermano, sin saber a dónde ir. Si regresaba a su casa, su mamá lo “macaniaría” por descuidar a su hermanito, además, la policía municipal se la llevaría presa y el no quería que ella fuera a la cárcel y  si eso pasaba, ellos se irían con ella pues no tenían quien velara por ellos en su hogar. Una escalofriante escena desfiló ante sus ojos, se veía a sí mismo sentado, tras las rejas, con una ensortijada y sucia barba que le caía hasta el ombligo y Toño su hermano, junto a él con el brazo negro y marchito por la quemadura. Moviendo de un lado a otro la cabeza quiso quitar tan atroz imagen de su infantil memoria.

Sin rumbo fijo comenzaron a caminar por las calles del pueblo, hasta llegar al río, sentados en la ribera, Carlos lavó la quemadura de su hermano, con mucho cuidado pues cualquier contacto le arrancaba desgarradores gritos de dolor. Tomó algo de barro y se lo embarró en la piel quemada para que lo húmedo y fresco aliviara en parte el dolor que sentía.

La mañana se fue deshojando lentamente para los dos, sentados a la orilla del río se olvidaron hasta de comer, pensando en la gran petateada que les daría su mamá por traviesos. Vencidos por el hambre, al medio día decidieron regresar a su casa, resignados a su suerte, abrazados caminaban lentamente enjugándose las lágrimas que serpenteaban por sus caretas mejillas. Antes, Carlos decidió entrar a la iglesia. Se sentaron hasta los bancos de enfrente pues querían que Dios escuchara fuerte y claro su petición. La triste penumbra del lugar era iluminada apenas por las velas que se quemaban en honor al santo patrón y el cirio del altar mayor desde donde apacible, Cristo crucificado, con sus ojos cerrados estaba a la espera de la oración de Carlitos.

 Respirando profundamente, comenzó diciendo:

-     Querido niño Dios que nos acabas de nacer, tú que “juiste” pobre como nosotros también lo somos escúchame por favor, ya no quiero regalos este día de Navidad, olvida los zapatos que te había pedido y de la pelota aquella que vimos en la tienda de don Nicho ¿te acordás? ya no la quiero, ahora solo deseo que le sanés el brazo a Toñito para que ya no siga llorando. Yo tuve la culpa por no estar atento pero el también por acelerado y por reventar antes que yo la pólvora, pero él solo es un chico y no sabe de lo peligroso que son las cosas.

Óyelo como llora, míralo como sufre, yo te prometo que lo cuidaré muy bien de ahora en adelante y por favor no dejés que los municipales se lleven presa a mi mamá pues ella no tuvo la culpa, ella andaba trabajando donde doña Eloísa y no quería dejarnos solos, nosotros insistimos en quedarnos en la casa para buscar “cuetíos” – con el dorso de su brazo se enjugó los restos de lágrimas que colgaban de sus pestañas.

Su voz se fue apagando poco a poco y su oración se hizo más íntima con el niño Jesús, Toñito agarrado de su mano balanceaba sus pies sentado en la banca, mirando el rostro sangrante del Redentor, imaginó el terrible dolor que aquellos clavos y la profunda herida del costado podrían causarle, pensando en ello fue olvidando el dolor que sentía por la quemadura. Al no escuchar más la voz de su hermano se fue quedando dormido  sobre las piernas de Carlos.

Mientras tanto,  Chana, su madre, después de haber ayudado a doña Eloísa con el aseo de su comedor, regresó a casa y al no encontrar a sus hijos,  comenzó su búsqueda entre las casas vecinas, por la plaza, en el mercado, a todo el que encontraba en las calles empedradas del pueblo le preguntaba por sus muchachos pero nadie daba cuenta de ellos. En el Centro de Salud le informaron que estuvieron por allí pero que se habían marchado sin hablar con nadie. Tras su infructuosa búsqueda, cansada, llorosa y con el alma cargada de tristezas, al ver la puerta de la iglesia abierta, entró para pedir por sus pequeños. Se quedó sentada en la última banca, sin alzar la mirada, triste. Después de un rato, al levantar el rostro para hacer énfasis en su oración viendo hacia el altar, observó a dos pequeñas figuras que dormían sobre la banca, su corazón de madre brincó en su pecho y corriendo hacia ellos, se le iluminó el rostro cual sol al tener frente a ella a sus dos muchachos.

Carlos despertó, al ver a su madre la abrazó y llorando comenzó a contarle lo de los petardos y de cómo Toño se había quemado el brazo. Toño despertó también y abrazando a su mamá y con su idioma infantil de media lengua le dijo que Carlos no había tenido la culpa.

Después de escucharlos les prometió que no los castigaría, que estaba feliz de haberlos encontrado, retiró la camisa del brazo de Toñito para examinar la herida y abriendo inmensamente los ojos le preguntó a Carlos que significaba aquello.

Ante el asombro de su madre y temiendo lo peor, Carlos se acercó para ver la herida de su hermano. Su sorpresa fue mayor, sus inocentes ojos se abrieron como platos, de la enorme ampolla que horas antes él había visto y de la piel negruzca no habían sino manchas de barro seco sobre la piel sana de su hermanito, comenzó a reír y a llorar, a llorar y a reír y Toñito con él, Chana les regañó suavemente por la mentira que le habían contado pero los dos se miraban entre sí y hacia el Belén que habían adornado en una esquina del altar. Cuando comenzaron el retorno a casa, Carlos regresó hacia el altar y dando un enorme suspiro, le dio las gracias al niño Dios por lo que había hecho confirmando su promesa de portarse bien y de cuidar mejor a su pequeño hermano. Su madre lo invitó a darse prisa pues doña Eloísa les había regalado tamales y torrejas. Mientras caminaban rumbo a su casa, desde una radio, cabalgando sobre el aire un Feliz navidad, Feliz navidad, Feliz Navidad próspero año y felicidad , les llegaba de lejos.

FIN

La Sabana, San Manuel, Cortés.
Diciembre 11 de 2012


MI NOVIA SU CEL Y YO
Lo miré fijamente, y la luz que despendían sus diez y ocho ojos me vieron por escasos diez segundos. El odio que le había tomado a una de sus tantas voces llegó justo en el momento que mas temía, su cuerpo metálico extendió su único brazo y adoptando una voz humana, se contactó con aquella que mas quería. Siempre lo mismo, cada vez que ansiaba disfrutar del poco tiempo con aquella mujer que creía mía, se extasiaba hablando con aquel enano electrónico que le susurraba al oído un torrente de palabras extraídas del mas allá, mas allá del límite de nuestro mundo.

Mi cuerpo se tensaba, las defensas en mi organismo se preparaban para luchar intensamente contra un alud de sentimientos que cruzaban amenazadoramente las fronteras de mi cordura; los celos fustigando sus caballos de fuego, se reían irónicamente y punzaban con sus espadas de doble filo la delgada piel de mi razón.

Del interior de aquel ser diminuto, las voces susurrantes se burlaban de mi, mientras le hablaban a ella, la que conociendo mi aversión al timbre encantador de serpientes salido de su parásito compañero, si parásito, pues necesitaba de ella para movilizarse de un lugar a otro y se alimentaba con números extraídos de unas tarjetas plásticas que ella misma le compraba, se deleitaba en hacerle caso.

Más de una vez tuve que ceder al capricho de aquel que solo quería estar pegado a ella, cerca, muy cerca, tanto como para sentir la tibieza de su aliento y el roce de sus hermosos labios. Cuantas veces los celos me ganaron la batalla, fueron incontables las batallas que mi buen juicio perdió. Otras tantas logré tomarlo entre mis manos y descubrir sus oscuros secretos, como un ágil psicólogo me adentré en la memoria de mi odiado enemigo y pude descubrir alguna de las cosas que le decía, las cosas que otros decían utilizándolo a él solo como un médium, era allí cuando toda mi fortaleza se derrumbaba, era allí cuando sus carcajadas sonaban con mas fuerza haciéndome temblar de rabia, de impotencia.

Hoy, aprendí que ignorarlo es un medio eficaz de vencerlo, lo aprendí tarde pues la mujer que amé es solo un recuerdo que me trae nuevas batallas.

Noviembre 23 de 2009
San Pedro Sula, Cortes.
© Derechos Reservados


EL DESCONOCIDO
En algún lugar de Honduras de cuyo nombre no puedo acordarme, como en todo pueblo del interior del país que se jacte de mantener vivo el espíritu del folclore, los velorios causaban una sensación tal en el alma pueblerina de las gentes que sucedían en importancia a las bodas, bautizos, cumpleaños, primeras comuniones, confirmas, nacimientos, en fin, la gente se reunía alrededor de los dolientes ofreciendo gentilmente sus servicios que iban desde cooperar con la comida y la bebida hasta cavar la fosa que albergaría horas mas tarde el cajón con los restos del difunto.

Llegada la hora, si el difunto no tenía muchos adeptos, las damas del perpetuo socorro (auxilio) se encargaban de derramar abundantes lágrimas sobre el rostro del cuerpo y exclamar cuanta falta les haría el pobre desgraciado aunque no le conocieran.

Dentro del “consorcio” funerario sobresalían cuatro grandes amigos que veían en cada velorio la oportunidad de mostrar sus grandes dotes, el excelente tobogán de sus gargantas para hacerle los honores a las copas, gala de su experiencia con la pala y el pico como panteoneros consumados o de redomados tunantes con las dolientes, especialmente con las mas agraciadas físicamente, en ocasiones se confundían de dolientes y agarraban parejo con las amigas, comadres, cuñadas, vecinas y amantes del difunto quien dentro de su vestido de pino nada podía decir o hacer ya, sus ojos cerrados no miraban para su fortuna como estos personajes acababan siendo dueños de sus inconclusos amores, amores que la muerte había separado ya.

Estos cuatro “compadres”; Rodrigo, Juan Carlos, Ramón y Emilio, participaban activamente en cada uno de los ritos fúnebres que se celebraban en el pueblo, se podría decir que casi disfrutaban cada momento, jugaban domino y cartas, contaban chistes, y cuando ya estaban entrados en copas les brotaba lo “donjuanesco” y justo en pleno velorio dedicaban las mas sentidas serenatas con sus voces aguardentosas escuchándose mas allá de la plaza y que los perros dominados por el espectro volatizado de la muerte, acompañaban dramáticamente con sus ladridos.

Aconteció que cierta ves, a la vera del camino principal entre las matas de arbustos y las piedras orilladas encontraron el cuerpo de un desconocido. Después de hacer el levantamiento de rigor, entre el alcalde, el juez y el doctor Mendieta se lo llevaron al dispensario y realizaron la notificación correspondiente entre los vecinos del lugar y los de los pueblos cercanos a fin de que se presentaran los familiares del occiso.

Ramón se dio una cruzada por el dispensario queriéndose enterar de la novedad y hacer el reconocimiento del cuerpo por si acaso le conocía.
Al igual que él, muchas personas se pararon por allí pero ninguno pudo dar razón de aquel desconocido, Ramón al ver el semblante del muerto sintió varias punzadas de tristeza en el corazón y viendo que nadie daba fe de  la identidad de aquella persona le solicitó al alcalde su venia para llevarse el cuerpo. Al alcalde le sorprendió la actitud de Ramón, inquirido al respecto Ramón le contestó que el se encargaría de realizar los preparativos del velatorio y el terraje del desconocido.

Y fue así que junto a sus inseparables compañeros prepararon todo, prometiendo que sería el funeral más pomposo del pueblo y que éste marcaría historia entre las gentes del mismo abarcando hasta la quinta generación. Rápidamente compraron ropas nuevas para el difunto, Emilio se hizo cargo de la comida y entre promesas de amor eterno y besos furtivos le consiguió fiado a doña Chole cien tamales de cerdo y una olla de horchata, Rodrigo le ganó en una partida de dominó tres galones de flor de caña a Chico el de la cantina “Hasta que raspe” y los puso a disposición del sonado velorio. Juan Carlos reunió a Juancito y su banda  “Los aparecidos de la cañada” para que animaran un poco con música sacra y grupera, la velada.

Los cuatro vistieron sus mejores trajes, los de domingo, y esperaron en la puerta de la casa de Ramón a los comensales y “dolientes” invitados.
La gente comenzó a llegar temprano, la marimba y la batería de “Los aparecidos” sonaba en el patio mientras las damas del perpetuo socorro repartían tragos y tamales, toneladas de café corrían como ríos entre los asistentes que buscaban los mejores lugares entre los contadores de chistes para escuchar muy bien las perras mas rebuscadas y los chistes mas jocosos de la temporada.

Las apuestas en el poker en las mesas que para tal fin se habían instalado en el patio de atrás estaban muy animadas, el griterío de júbilo entre los que ganaban y las groserías de los que perdían se mezclaban con la de los amigos de Baco que coreaban las rancheras de los Aparecidos.
Bien entrada la noche, la llegada de unos desconocidos acaparó la atención de los presentes, nadie sabía quienes eran, preguntaron por el señor de la casa, identificándose plenamente Ramón inmediatamente como tal:

- Nosotros somos familiares del difunto y venimos a recogerlo para darle cristiana sepultura...
- Pues fíjense que no se va a poder porque este “difuntito” es mío.

- Por favor no juegue con nuestros sentimientos y deje que nos llevemos a nuestro familiar.

- Dirán lo que quieran pero no, y escúchenme bien, NO LO VOY A ENTREGAR, nosotros ya gastamos en el atuendo, la comida, la chupa y en todo este velorio, si hasta los Aparecidos de la Cañada ya nos cobraron   por anticipado los muy desgraciados. Así que no se lo llevaran.

- Entre en razón, usted no puede quedarse con nuestro pariente, nosotros debemos darle el adiós y no unos desconocidos.

- Pues ni tan desconocidos pues ya nos presentamos con el muertito, aunque el fulano fue bastante frío.

A todo esto ya se había formado un círculo entre los verdaderos dolientes y de Ramón. Emilio dijo que el se la rifaba con cualquiera que quisiera sacar el cajón de la casa, también dijo que ahora que ya había hecho el sacrificio con la Chole no iba a quedar burlado quedándose sin muerto.

Ramón fue bien explícito y comentó que el alcalde les había cedido el derecho sobre el difunto y que por lo tanto era de él, que además ya se habían hecho los gastos y todo. Los familiares ofrecieron reembolsarle los gastos pero él ya lo había convertido en algo enteramente personal, talvez sería por la tristeza que sintió cuando nadie reclamó el cuerpo la tarde anterior.
Ante tanta algarabía y siendo nombrado varias veces el alcalde entró en la discusión y quiso hacer entrar en razón a Ramón pidiéndole que cediera a los familiares el cuerpo de aquel pobre hombre. La discusión se alargó cosa mas de dos horas sin llegar a ninguna conclusión hasta que por fin el alcalde propuso que Rodrigo y compañía fueran los que cavaran la fosa en el pueblo cercano y que ellos mismo bajaran el ataúd a su eterno descanso, aceptaron. El cortejo fúnebre partió de la casa de Ramón hacia el pueblo cercano en donde el velorio se prolongó hasta las doce del medio día siguiente. Fue tan concurrido que nunca se vio en miles de kilómetros a la redonda cortejo igual confirmándose así lo que Ramón había dicho, que sería una velada y un funeral inolvidable.

Ramón se encargo de pronunciar un emotivo discurso de despedida:

“Nunca supimos quien fuiste, pero ante la eterna soledad que se abría ante ti la tarde que te conocí, no pude menos que invitarte a mi casa y regalarte entre mi gente un poco de calor aunque tu ya no lo sintieras mas. A tus deudos, que Dios Padre les llene con el bálsamo de la resignación y que estos en vida, te hayan llenado del amor y el cariño que te faltó la tarde en el dispensario. Adiós amigo desconocido, que la cálida tierra vista con sus mas hermosos atavíos tu última morada”



 PALOMAS EN LA CATEDRAL
El reloj del campanario en la catedral marcó las seis en punto y sus seis golpes se escucharon mas allá del Merendón espantando a unos micos que hacían sus monadas guindados del rabo en las ramas de unas viejas acacias.

El celaje gris sobre la ciudad invitaba a regresar al hogar temprano o a detenerse en una cafetería a respirar el delicioso aroma de una taza de café y saborearla despacio.
Las aves buscaban su refugio en la copa de los árboles, en las vigas de las viejas casas de madera, las más atrevidas en los alfeizar de los grandes edificios y algunas en el campanario de la catedral.

Juan Dolores Sarmiento regresaba de su trabajo y se detuvo un rato en la catedral para agradecer al creador por el día que le había regalado. Contemplando la imagen del Cristo Crucificado que desde el altar mayor contemplaba silente a los allí congregados, se golpeó varias veces el pecho, se santiguó y elevó sus ojos al techo para buscar en la cúpula la presencia del Padre que seguramente le observaba tal y como lo miraban san Pedro, san Mateo y los otros santos que la adornaban.

Con sus ojos puestos en lo alto descubrió a dos palomas que se acurrucaban una sobre la otra dándose el calor necesario. Algo las hizo rivalizar y tras darse uno que otro picotazo y aletazo se separaron bruscamente volando cada cual por su lado, Juan Dolores Sarmiento vio muy divertido el pleito de las aladas y siguió con la vista a una de ellas, vio como cruzó por sobre la cabeza del Cristo Resucitado, con la fuerza de su aleteo le voló el pañuelo que cubría la cabeza de una de las beatas del coro y los alocados esfuerzos del guitarrista por apartarla de si. Ya divertido en gran medida, Juan Dolores Sarmiento decidió seguir mirando el vuelo del ave conteniendo apenas la risa cuando el sacerdote le atinó con el micrófono cuando volaba sobre el, el animalito algo turbado se elevó nuevamente hasta la altura del techo junto con las plegarias de la gente.

Juan Dolores Sarmiento con la vista fija en el animal dándose cuenta que se situaba justo encima de él, en el descanso de uno de los arcos de soporte. Se desperezó, alborotó sus plumas, meneó la cabeza para despejarla del golpe recibido, luego se acuclilló y levantando su cola, se cago, Juan Dolores Sarmiento siguió la trayectoria vertical de aquel espeso excremento, viendo con desesperación como iba a caer sobre su ojos, nariz y boca sin poder evitarlo siquiera, todo fue demasiado rápido para sus cuarenta y cinco años, lo mas que pudo alcanzar a decir fue “paloma jueputa, ya se cagó en mi, ojalá se te pudra el culo bicho emplumado” provocando la risa de los presentes a su alrededor.

San Pedro Sula, Cortes.
Junio 14 de 2009
© Derechos Reservados

EN EL AUTOBUS
Cansado y con el rostro completamente empapado de sudor por las quince cuadras recorridas entre su lugar de trabajo y la terminal de buses, Juan Marcelo Zavala se sentó en uno de los primeros asientos del bus, compró una bolsa con agua de a lempira y después de que hubo recuperado el aliento se aprestó a dormir un rato durante los quince minutos que faltaban para que saliera el autobús.

Acomodó su cabeza sobre los brazos puestos en el respaldar del asiento frontal, cerró sus ojos, respiró profundo y después de un largo bostezo se dispuso a dormir. Habían pasado unos pocos segundos, cuando una señora con todas sus riquezas naturales amontonadas en su cintura y unas ubres descomunales, cargando unas bolsas de mercado y transpirando un aroma a sudor añejo, se acomodó a su lado, el asiento para tres personas quedó justo con ellos dos. Entre golpe y golpe: ahora que un codo, luego que una teta en el rostro, después que un aletazo salido por entre las lianas colgantes de sus axilas, que si una nalga en su pierna, en fin, todo adornado con un rosario de imprecaciones en un lenguaje florido y folclórico, la dama le permitió a Juan Marcelo Zavala hacer un segundo intento por dormirse.

Pero solo fue el intento, un vendedor de tajadas con repollo entró armando un gran jolgorio anunciando su producto, el olor del repollo con vinagre, el del chile y de las tajadas inundó el espacio reducido del bus, la dama en cuestión, compañera de viaje de Juan Marcelo Zavala, se aprovisionó de una buena ración, luego en su búsqueda del vendedor de aguas y refrescos, colocó su voluminoso pecho y sus calculadas trescientas cincuenta libras sobre la humanidad de Juan Marcelo Zavala aprisionándolo sobre la ventana, con el cachetenarizboca pegado al cristal haciendo mil gesticulaciones graciosas buscando aire.

Como pudo se liberó y empujando las enjamonadas carnes de la gentil dama hacia un costado se tiró nuevamente sobre el asiento frontal para conciliar el sueño.
Un segundo, dos y…

…Levanten la mano los que quieren que ore por ellos, amén, y es así Señor como te pido por las personas que viajan en esta unidad de transporte para que los cuides y lleves con bien hasta sus hogares, te pido por sus familias, por los enfermos, para que cures al sinvergüenza, mal marido, mal parido, mal padre, mal hijo, para que les sanes de todas esas llagas de su cuerpo y de su alma. ¿Cuantos dicen amén? Ahora pasaré por cada uno de sus asientos para que ofrenden como según el Espíritu haya puesto en sus corazones, porque ya lo dijo la Segunda Carta a los Corintios, capítulo Nueve verso Siete: Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza ni por obligación, porque Dios ama al dador alegre.

De asiento en asiento y de lempira en lempira, la mujer con biblia en mano pasó por todos los rincones del bus recogiendo su ofrenda, al final, parada frente a todos exclamó: Que Dios bendiga a los que dieron y los que no, que se cuiden solos, pasen buena tarde. Juan Marcelo Zavala se resignó a no poder descansar un poco sus cansados huesos y con tristeza y una mal disimulada envidia miró al pasajero del asiento de enfrente que roncando no se inmutaba absolutamente por nada de lo que acontecía a su alrededor, y es que ya podían lanzar una bomba a su lado y ni eso lo despertaría pues lo que Juan Marcelo Zavala ignoraba era que el tipo en cuestión era sordo. Dando una mirada a su alrededor y viendo que el autobús comenzaba su marcha exclamó: por la gran puta vieja ballena, estese quieta y póngale esas lonjas a su marido para que se las aguante que yo ni a la guerra fui para no cargar fusil… poniéndose en pie se fue hasta la parte de atras del autobus deseando que la hora y quince minutos de viaje pasaran como una estrella fugaz.

San Pedro Sula
Julio 17, 2009
© Derechos Reservados

REQUIEM

Recuerdo bien nuestras primeras miradas, cargadas de curiosidad y de luz enceguecedora, yo, queriendo adivinar si la redondez de tus pechos era acentuada por tu corpiño, tu, indagando hasta el último resquicio de mi alma. Del torrente de palabras atropelladas en nuestros labios cuando nos presentaron, solo alcancé a escuchar por entre la nacarada flor de tu boca, tu nombre. Marisa dijiste, desde entonces lo escribí en cualquier superficie, lo grité a las sombras de la noche y se lo susurré al viento de diciembre sus treinta y un días.

En el rescoldo de mi memoria sin tiempos, brinca el momento como peces sobre el agua, del nerviosismo redundando en tus caderas en nuestra primera vez. Las lágrimas dibujando la curvatura de tus mejillas y el ronroneo tierno de tus sollozos cuando pensaste que ya no me importarías más. Tonta, como que si lo único que querían mis cansados huesos era la tibieza de tus carnes.

Nunca te lo dije, pero te amé desde el primer instante que te vi esa tarde de julio, desde ese entonces ya tenía tu nombre grabado en los anillos. Sabía que no me despreciarías, me lo dijo tu mirada desde la primera vez, sabía que mis besos, mis caricias, mi voz, todo yo, había sido grabado a fuego lento en la carne viva de tu corazón y que mi recuerdo ya no partiría jamás de tu memoria. Hoy quisiera decírtelo, pero el polvo vertido por los años en mi garganta ahoga su grito, la savia en mi cuerpo escapó con el último rayo de sol hace tantos otoños.

Abrazado a este rosario con la piel de mi cuerpo emigrando lentamente, y con la mirada perdida, navegando quien sabe en que océanos, quiero que sepas, que el amor nacido en la rosa de mi pecho permanece intacto todavía. Trasciende y se escribe sobre todo sentimiento aún no descubierto por el hombre, que tantas lunas que bebimos sentados en la arena y cada murmullo del viento que cantamos noche a noche recorre la cuenca de mis ojos y se funde en los minúsculos huesos de mi oído.
Era imposible no amarte, era imperante hacerlo. Ya sea que estuvieras en los días fríos de tus rosas rojas o con todo el sol iluminando cada lindero de tu rostro. Que pena que todos estos recuerdos tengan tan sólo el tiempo de un pestañeo, el instante fugaz de un suspiro y que esta pared de tierra que nos separa, impida cumplir esa promesa que hicimos de amarnos eternamente. Que se levanten en las catedrales junto al humo de los incensarios la oración por los muertos y que las voces susurradas descansen en paz

JULIO 26 DE 2008
SAN PEDRO SULA, CORTES.
© Derechos Reservados

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